Hace cerca de un año vivimos en Madrid. Como pasa en Europa, uno se siente cubierto, quiero decir seguro. Siempre hay quien pase a buscar la basura, que es cuidadosamente reciclada. Los servicios no fallan, en general se siente como habitar en la certeza, sin lugar para el imprevisto o la improvisación. Saber, con exactitud, que el bus pasa a la misma hora, lo mismo que el tren o el metro, sin retraso, nos permite organizar la vida sin contratiempos.
Pero de vez en cuando la vida nos sorprende. E incluso allí, donde todo parece planeado, irrumpe lo inesperado. Pues bien, el pasado 28 de abril, cuando se fue la luz, quienes más rápidamente reaccionaron ante la idea de catástrofe fuimos los suramericanos, los marroquíes, en fin, los migrantes de tierras más inciertas y azarosas. Porque los unos salieron a las calles a vender linternas, radios de pilas, bidones de agua, mientras otros cerraron los negocios o salieron enseguida para sus casas, previendo lo que para la mayoría de españoles resultaba impensable: es decir, un apagón que habría de durar diez horas.
Mi esposo y yo habíamos salido a almorzar, pero el restaurante al que íbamos, como casi todo, estaba ya cerrando. Empezaban a hacerse largas filas en los supermercados, no funcionaban los semáforos, cerraron los túneles, dejó de operar el metro, tampoco había trenes. Y mientras andábamos por unas calles caóticas con la gente saliendo de las oficinas y de las casas a comentar que si era el fin del mundo, que si lo mismo pasaba en Portugal, que si Francia también, que si todo haría parte de un complot de los rusos, unos corrían a bajar las rejas de su negocio y emprender camino a sus casas, mientras otros aprovechaban para inventarse un menú de comida fría a las carreras.
Fue así como acabamos en un bar de barrio que se iba llenando más y más de gente, mientras el sudoroso propietario y mesero corría llevando pan con tomate, gazpacho y ensaladas por aquí y por allá. En las mesas agolpadas que nos rodeaban la gente hablaba muy alto, se oían carcajadas, exclamaciones de espanto.
Y, poco a poco, lo que fue al comienzo una conmoción casi histérica entre quienes no teníamos señal, habíamos perdido contacto con la realidad, no había chat, no entraban ni salían llamadas, nada de nada, con el paso de las horas pareció irle dando lugar a una “nueva era” que habría de durar unas pocas e inolvidables horas. Ya en casa, pegados desde el balcón al de la viejita de al lado, que por supuesto sí tenía un radio con pilas, velas y linterna, intentábamos escuchar qué se decía sobre la situación. Nos reímos de nuestra ineptitud, en casa no podíamos siquiera oír la radio porque todo es eléctrico, en cierto sentido sí que habíamos perdido contacto con la realidad. Al menos por un momento, entendimos hasta dónde nos hemos ido convirtiendo en esclavos de la electricidad. Marchamos a su ritmo, nos encendemos y nos apagamos como el interruptor de la luz.
De no haber sido por la vecina y sus costumbres ancestrales, no habríamos escuchado que aún quedaban por delante unas seis horas más de apagón y que el Gobierno recomendaba no salir de las casas en la medida de lo posible. Entonces nos abrimos una cerveza y nos sentamos en el balcón a oír el canto de los pájaros mientras llegaba la ruta escolar con los niños, emocionados, nerviosos y excitados, que acabaron regresando cuando caía la noche. Mi hijo de ocho años, aterrado, preguntó si se iba a acabar el mundo. Pensé que no poder ver videos en YouTube para un niño de estos tiempos es como el fin del mundo.
Hacia las ocho, nos sentamos en el balcón con quesos, jamones y fruta y nos contamos el día como una familia de otra época. Y fue bello y distinto y también refrescante y me llevé al peque a la cama, donde le leí un cuento con la única vela que encontramos, antes de caer en un sueño profundo reparador antes de que regresara la luz, en medio de un luminoso apagón que nos llenó a todos de vida.
MELBA ESCOBAR
En X: @melbaes