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Opinión

Lenguaje, formas y política

Lo que estamos viendo ahora implica una grave degradación de la controversia política.

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ABOGADO Y COLUMNISTAActualizado:

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“Palabra no rompe hueso”, solía decirnos nuestro padre, Federico, para significar que no siempre había que preocuparse por consejas, chismes, habladurías, enredos o injurias muy propias de la monótona vida pueblerina. Años después, ejerciendo la profesión de abogado penalista, le aconsejaba no desgastar el aparato del Estado a todo aquel que acudía a mi oficina para pedirme que denunciara a alguien por injuria y calumnia. Algunos políticos buscaban mis servicios porque, en el curso de un debate parlamentario, les habían lanzado epítetos propios de la refriega política como “volteado” –hoy sería un halago–, “ladrón” o “corrupto”. Era mejor no meterse en esas aventuras, porque nunca prosperan y, además, porque el tiempo casi siempre se encargaba de que ese contradictor político se convirtiera en un “nuevo mejor amigo” o compañero de causa electoral del agraviado.
¿Quién iba a pensar que los que adulaban al presidente Uribe –hasta la lambonería– pasarían después a acusarlo de toda clase de barbaridades? Lejanas están las épocas en que una ofensa daba lugar a duelos, cuidadosamente regulados por el Código Penal, con o sin intervención de padrinos que arreglaran las condiciones del desafío, y si uno de los dos combatientes por el honor moría, el delito no era el de homicidio sino de duelo.
Si bien esas cosas se daban, y en el ámbito privado se utilizaban palabras de grueso calibre, lo que estamos viendo ahora implica una grave degradación de la controversia política. En el fondo se trata de cambiar la argumentación por el ataque a la persona, como lo mencionaba hace unos años el parlamentario Gustavo Petro.
El uso de un lenguaje procaz, máxime si viene de quien constitucionalmente es el “símbolo de la unidad nacional”, puede estimular las más bajas pasiones y generar consecuencias imprevisibles si se generaliza ese estilo de comunicación entre gobierno y opositores. Menos mal que ya no vivimos lo que fue esa terrible confrontación violenta entre liberales y conservadores. Pero en septiembre del 49, cuando presidía la Cámara de Representantes Julio César Turbay, un representante envuelto en otras palabras le dijo a un colega algo parecido a lo que sin filtro le dijo el Presidente de la República al presidente del Congreso. El parlamentario reaccionó y se armó una balacera, resultando fallecido el congresista liberal Gustavo Jiménez y gravemente herido un brillante parlamentario, Jorge Soto del Corral, quien tiempo después murió como consecuencia de las heridas recibidas.
Dos meses más tarde, el presidente Ospina Pérez cerró el Congreso con el argumento de que su funcionamiento era incompatible con el mantenimiento del orden público. A raíz del episodio de la “balacera” se prohibió que los congresistas entraran armados al recinto. La norma se ha respetado tanto que hasta Pablo Escobar, cuando fue miembro de la Cámara de Representantes, entró desarmado. El único incidente que tuvo que superar fue el de, improvisadamente, arrebatarle la corbata a alguien que no lo dejaba entrar por ausencia de esa prenda.
Hay un decrecimiento de las formas, pero también del fondo. Escobar, si ingresara hoy al Congreso, no necesitaría arrebatarle la corbata al empleado, pues nadie la usa. Ahora está permitido entrar en mangas de camisa –el cuello de tortuga tiene otros fines– o como bien se quiera, todo, claro está, en homenaje a la modernidad, al pluralismo y al libre desarrollo de la personalidad.
Del lenguaje, ni hablar. Atrás quedaron los tiempos de los grandes oradores que discurrían con respeto a las reglas de la sintaxis y sin mezcolanza de temas.
En el fondo, la ausencia de partidos permite el “voltearepismo” sin rubor. Termino con una anécdota: hace unos años fui a visitar a mi hija Rosita, que hacía una maestría en Madrid; allí, dos “concejalas” que habían cambiado de partido, tal vez del Psoe al Partido Popular, fueron víctimas de lo que ahora se llama bullying; si iban a teatro, a restaurantes o a cine, cuando las identificaban, la gente les gritaba “tránsfugas”. Para evitar la ofensa no tuvieron otro remedio que ponerse pelucas. A veces pienso que, si eso se diera en Colombia y en medio de la crisis financiera de ahora, se podría disparar la economía por la gran demanda de pelucas.
ALFONSO GÓMEZ MÉNDEZ

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