Los datos entregados por el Dane la semana pasada muestran una tasa de desempleo del 9,5 % que es un dato numérico positivo, pero que no representa un progreso cualitativo, especialmente si se considera que el 57 % de los trabajadores son informales.
Conviene mirar estas cifras con atención: en enero de 2025, se crearon aproximadamente 900.000 nuevos empleos en comparación con los del mismo mes del año pasado, pero la mayoría fueron trabajos por cuenta propia, lo que indica falta de empleos formales y seguros. Las actividades profesionales, científicas, técnicas y de servicios administrativos, por otra parte, han experimentado una disminución en la generación de empleo durante el último año. Según el Dane, en enero de 2025 se registró una reducción de 118.000 empleos en este sector en comparación con el dato del mismo mes del año anterior.
Aunque la generación de empleo formal es el resultado de políticas económicas complejas que incluyen estructura productiva, desarrollo empresarial, estímulo a la inversión, política fiscal y comercio internacional, entre muchas otras, los estudios nacionales e internacionales muestran que la educación es un factor de altísimo impacto en la generación de empleo de buena calidad. Un estudio del Banco de la República encontró que entre 2010 y 2023, cada año adicional de educación reduce en más de dos puntos porcentuales la probabilidad de estar en el sector informal, y los informes que realiza el Dane muestran que la informalidad es más prevalente entre trabajadores con menor nivel educativo, especialmente en sectores como agricultura, del comercio y servicios personales. También la Ocde, en su informe ‘Breaking the Vicious Circles of Informal Employment and Low-Paying Work’, de 2024, destaca que la informalidad laboral está estrechamente ligada a bajos niveles de educación y habilidades, perpetuando ciclos de pobreza y empleo precario.
Estos datos deberían ser prioridad de un gobierno que se precia de valorar a los trabajadores, mientras su sector educativo está mostrando un preocupante estancamiento, de acuerdo con los resultados de las pruebas Saber 11 del año pasado. Para empezar, habría que decir que el número de estudiantes que presentó la prueba se redujo en casi 51.000 jóvenes, lo que puede indicar niveles de deserción indeseables, pues todos estos chicos que abandonan la secundaria engrosarán las filas de la informalidad y muy probablemente sus hijos seguirán el círculo de reproducción de la pobreza.
A esto hay que añadir que más del 50 % de quienes presentan la prueba obtienen menos de 250 puntos sobre 500 posibles, lo que limita sus posibilidades de acceder a educación superior de buena calidad y aún más al sistema universitario público, cuya capacidad de absorción es muy limitada. Los más pobres siempre tienen peores resultados, y las expectativas de ampliar la jornada escolar, brindar mayores apoyos pedagógicos, expandir la cobertura de preescolar y otras promesas se quedaron en el tintero demagógico, mientras el tiempo de permanencia de los maestros en los colegios oficiales se redujo aún más.
Estos son apenas unos pocos datos que muestran las muy lejanas posibilidades de mejorar las condiciones de vida de la población mientras no haya transformaciones reales y profundas del sistema educativo. Jóvenes que terminan su bachillerato sin ninguna destreza laboral, sin conocimientos y hábitos de estudio suficientes para emprender ciclos de educación superior y, lo peor de todo, sin entusiasmo para acometer retos complejos en el mundo del conocimiento, la ciencia, la tecnología o el emprendimiento, solo podrán ocuparse en aplicaciones de reparto de comidas, trabajos precarios de servicios temporales o en el rebusque cotidiano sin ninguna ilusión de progreso.
Todo esto sumado a escala de ciudades y departamentos configura el mapa de la desesperanza y, por desgracia, también de la delincuencia y la inseguridad.
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