Hace medio siglo emprendí el camino que de manera ritual hacen a Europa los escritores latinoamericanos en ciernes, solo que mi destino fue Berlín, y no París, o Barcelona, como era usual entonces. Tenía treinta años y un cargo burocrático muy prometedor en Costa Rica; pero creía firmemente que mi destino era la literatura, de modo que en 1973 renuncié al puesto y acepté una beca del programa de artistas residentes de Berlín Occidental.
Mi primera experiencia de Europa fue la de vivir en una ciudad partida por el muro levantado en 1961; un muro que, a su vez, trazaba una línea divisoria entre dos mundos opuestos. Y parte de esa experiencia era explorar el otro lado, Berlín Oriental.
¡Cuidado, está dejando usted Berlín Occidental! Esqueletos de edificios, ventanas clausuradas con tablones, puertas tapiadas con ladrillos, paredes aún enteras en pie como un decorado de teatro, las mujeres que se asomaban a los balcones de los edificios grises a cada lado para mirarse de lejos; y el muro como el largo convoy de un tren de carga detenido en las vías, marcado por las cruces que recordaban a quienes quisieron atravesarlo y perecieron rafagueados en el intento.
La caída de ese muro en 1989 volvió a cambiar la geografía, como había ocurrido en 1945 en Potsdam, y los países de Europa Oriental fueron siendo atraídos hacia la entidad que conocemos hoy como la Unión Europea, incluidas varias de las repúblicas de la Unión Soviética, que no sobrevivió a aquel cataclismo. Pero, aún reducida geográficamente, resurgió la de todas maneras inmensa Rusia imperial, con un nuevo zar que revive la ambición hegemónica frente a Occidente en Ucrania, la nueva frontera divisoria en disputa.
Berlín funcionaba como un brillante escaparate de Occidente en medio de los fuegos artificiales de la Guerra Fría; la vieja ciudad trepidante de la República de Weimar, luminosa y perversa, en cuyo centro, atravesado por el muro, aún crecía la hierba entre las ruinas del Reichstag. Una ciudad donde aún vibraban en el aire los enconados debates ideológicos prendidos por el movimiento estudiantil de 1968, que había sacudido a Alemania tanto como a Francia.
A Berlín llegaban para entonces en oleadas los trabajadores temporales. Turcos, yugoeslavos, y en otras partes de Alemania se asentaban portugueses, italianos, griegos, españoles, cuando el fenómeno de la migración se daba dentro de Europa misma, desde el sur más pobre hacia el norte más próspero.
Era en el norte europeo donde florecían las democracias de la posguerra, inseparables del estado de bienestar, mientras en el sur europeo aún sobrevivían las dictaduras, pero que en esos años empezaban a desaparecer. Marchas por la Kurfürstendamm reclamando la caída de Franco, o para celebrar la Revolución de los Claveles en Portugal en abril de 1974, y el derrumbe de la dictadura de los coroneles en Grecia en julio de ese año.
En septiembre de 1973 se dio el golpe militar en Chile. Decenas de exiliados empezaron a arribar a Alemania, por gestiones de Willy Brandt, entonces canciller federal. Pocos años atrás, en diciembre de 1970, se había puesto de rodillas frente al monumento que conmemora el levantamiento en el gueto de Varsovia. “Desde el fondo del abismo de la historia alemana y bajo el peso de millones de muertos, hice lo que los seres humanos hacen cuando las palabras fallan”, escribió en sus memorias.
El 24 de abril de 1974, Günter Guillaume, su secretario personal, fue detenido bajo el cargo de espía de la Stasi, los servicios secretos de Alemania Oriental. Brandt renunció al cargo.
Su rostro entonces en las portadas de los periódicos era sombrío, un hombre derrotado por los juegos secretos de la Guerra Fría. Pero la figura suya que sobrevive es aquella de su foto de rodillas, pidiendo perdón por el genocidio perpetrado por el nazismo. Pedía perdón por el pasado, para que no volviera a repetirse.
SERGIO RAMÍREZ